jueves, 30 de septiembre de 2010

Lope (Andrucha Waddington)

Debería alabar Lope porque el medio en el que trabajo la financió, pero no pienso hacerlo. Gracias a un pase, tuve la suerte de ver la película gratis. De lo contrario no me hubiera perdonado pagar 7'5 euros por eso. Un becario no está para gastos absurdos.

Aunque entiendo a Andrucha Waddington: veo su amargada alma y me da un poquito de pena. Jajajaja. Pobre. Debe ser frustrante dirigir a la sombra de un compatriota como Fernando Meirelles, que tan bien ha retratado el 90% del país, esas claustrofóbicas favelas de Lego donde si robas un pollo te pegan un tiro en el ombligo
(el resto de Brasil es como cualquier playa tailandesa al atardecer o un harén árabe: con niñas de 12 años paseando sus tersos traseros
Hmmmmm.
Jajajaja).

Por eso digo que entiendo a Andrucha, porque su país ya ha sido perfectamente plasmado en Cidade de Deus, y el desgraciado director ha tenido que cruzar el charco para poder contar una historia. Aunque esa historia nos importe una puta mierda.

Porque ¿quién quiere saber cómo era Lope antes de convertirse en el genial escritor que fue?

Aaron: ¡Andrucha, mamón, ahora todos los filólogos españoles quieren matarte! Terminarás como San Casiano de Imola, atravesado por los estilos de unos malditos empollones. Te han declarado profanador de El Siglo de Oro, y van a por ti. ¿Comprendes lo que está pasando? ¡Retira ahora mismo la película de la candidatura al Óscar!

En realidad, este brasileño merece un destierro de 8 años (como Lope, jo) de cualquier academia de cine. Ha retratado la vida pre-destierro del madrileño universal porque es como la de cualquier otro poetastro de la época, y eso le daba más espacio para sus licencias typical spanish, amén de para potenciar el pechamen de Leonor Watling y el mercenarismo sexual de Pilar López de Ayala, que aquí eso vende y venderá. Somos así de cafres.

Pero a mi este garimpeiro de tres al cuarto no me convence: no me ha descubierto nada aparte de cómo derrochar 13 millones de euros y mantener en el candelero a petardas como las dos ya mentadas.

Y, venga, ¡admitámoslo ya!
Estamos hartos de ver a ciudadanos del Siglo de Oro con dientes (spot) Profident, vistiendo prendas sin una maldita arruga, y encima sabiendo leer. ¡Y un huevo! Yo quiero en la pantalla a los genuinos europeos de antaño: personajes sucios, con los dientes podridos de no limpiárselos, con desgarrones en la camisa y las botas con mierda hasta arriba. Y, obvia decirlo, muy lejos de una pluma o un libro.


Próxima crítica:
Gran Torino y Million dolar baby.
Y la siguiente: El hombre tranquilo, un clásico, al fin.

lunes, 27 de septiembre de 2010

El sueño de Valentín (Alejandro Agresti)

Si se pudiera salvar algo de la ola de destrucción generalizada a la que sometería a Argentina, eso serían sus películas. Sobretodo El Sueño de Valentín.

El filme lo dieron el otro día por la televisión, en un canal autonómico. Sin anuncios que pudieran interrumpir una historia tan dramáticamente bella. Porque El sueño de Valentín es, sobre todo, la historia agónica de un niño típicamente argentino: es decir, la de un crío de ocho años que piensa como un adulto y sufre como tal; que emplea palabras robadas de novelas de García Márquez o Vargas Llosa; que sabe cuando le mienten sus mayores y que se enamora platónicamente de la preciosa rubia de acento porteño que sale con su padre.

Y diréis, seguro (sí, lo diréis): 'Valentín, niñato, mereces ser sodomizado por pedante y argentino'. Y yo, pragmático, os diría 'Sí, tenéis razón, pero antes dejadle hacer unas cuantas películas más'.

Porque Rodrigo Noya, el actorcito que encarna a Valentín, es sublime. A pesar de que es objetivamente un niño feo, el cine está hecho para él, porque él no habla con sus rasgos judíos, sino con su tristeza, su impotencia, sus ilusiones rotas y su camioncito de latón, que arrastra solitario por las vacías calles de su barrio en Buenos Aires.

La película está ambientada en 1969, y Valentín, como todos los niños de su edad en aquella época de carreras espaciales, aspira a ser astronauta. Los escenarios, la banda sonora, las expresiones faciales -todo menos el diálogo, genial- apuntan a que el sueño de pisar la Luna no es sino la respuesta a un vacío existencial en su aquí y ahora, fruto de la suma de una madre que lo abandonó con tres años y un padre canalla que apenas recala en el desvencijado hogar familiar. Porque confeccionarse un traje espacial de papel de aluminio es una forma de huir de un presente que le margina y le anega la infancia con lágrimas enrabietadas.

Si no ha habéis visto aún, corred a buscarla a vuestro videoclub o bajadla de internet. Porque cada uno de sus 86 minutos es una obra maestra. Especialmente en los que aparece Julieta Cardinali, musa de cualquier hombre de pro, a la que habrá que perdonar ser argentina.


Próxima crítica: "Lope"

viernes, 24 de septiembre de 2010

Closer (Mike Nichols)

Me llamo Alice y soy stripper profesional. También voy a joderte la vida. Pero eso tu aún no lo sabes.

¡Gracias, Alice, por joderme 98 minutos de descanso sabatino!

Porque Closer, de Mike Nichols, es una de esas películas que sólo escandalizan a las viejas. Vale, hay sexo, infidelidades, frustración, megalomanía y locales de striptease, pero es todo tan siglo XX... Está pasada de moda, es insustancial. Los espectadores somos hijos del cibersexo, el condón, los anuncios de contactos en los periódicos y las insinuaciones lascivas en servilletas de papel en una cafetería. ¡¡ Ya conocemos todo eso!! Y Closer nos deja indiferentes. Porque -sí, voy a spoilear- no aparece ni una teta.

Dice el dermatólogo ninfómano al necrologista: “Todo es una versión de otra cosa”. Y esta es una de las varias señales que a lo largo del filme te avisan irónicamente de que Closer es una mala semejanza a algo. Intuyo que ese algo es la vida de unos cualquiera en una gran urbe como Londres, que durante hora y media larga se nos presenta como un inmenso bufete donde pagando una copa tienes derecho a tirarte a la camarera.

El cuadrilátero amoroso que sufren y disfrutan los protagonistas es simplón, no deja nada a la imaginación ¡Porque te lo dice todo!: porqué la fotógrafa se va con el periodista; cómo se llama realmente la stripper y cómo conocemos este dato; cuantos orgasmos hacen gritar de placer a Anna Cameron y porqué Larry Gray da más pena que miedo, a pesar de su primitivo salvajismo.

Guillermo: A mi Closer me gustó...

Ok, una de arena: Natalie Portman, a pesar de sus 21 añitos, no tiene esa belleza tontita de la juventud. Y Londres, esa ciudad en la que todos querríamos vivir y emborracharnos, aparece sublime en un par de delicadas y fugaces escenas.

Juan, desde la lejanía: ¡Habla un poco de los clásicos!
Aarón: Ya llegaran
.



PD: La próxima crítica será sobre El sueño de Valentín (Alejandro Agresti)

martes, 21 de septiembre de 2010

Alatriste (Agustín Díaz Yanes)

El otro día vi Alatriste (en realidad, la mitad: verla entera me hubiera dejado catatónico), la película que pretende condensar 2.000 páginas de buena prosa en 147 inolvidables minutos de cine. Inolvidables por pésimos. Porque Alatriste es un engaño, un pufo, el reflejo distorsionado de una sexalogía genial de Pérez-Reverte. Más de 24 millones de euros en presupuesto tirados al vertedero de las pelis para olvidar. Y lo peor: perdí 80 minutos de mi vida dando una oportunidad tras otra a ese aborto cinematográfico de Díaz Yanes, un director de tercera división.

Viggo Mortensen, que en general me parece un actor acertado, interpreta aquí a un soldado rudo, habitante de los bajos fondos de Madrid, un espadachín que habla con su espada. Pero lo interpreta mal, muy mal. En realidad es cuestión de acento. Mortensen, criado en Venezuela y Argentina, no puede evitar pensar como el ignorante porteño que es, y entonces pare a la extraña criatura: un Alatriste que habla como los españoles hablan en los chistes de los latinoamericanos, arrastrando estúpidamente las palabras, con esa extraña precaución de quien sabe que está impostando. Como si un primitivo balbuceara nuestro idioma de oro. Me saca de quicio.

Tampoco entiendo el despropósito de haberle concedido premios a este Frankenstein que es Alatriste, donde se arma un puzzle con piezas de distintas épocas: tan pronto nos congratulamos con la visión de Diego apuñalando a un holandés hereje como nos sorprendemos cuando un informal Conde de Guadalmedina trata al ensartador de tu, y le invita tan ricamente a tomarse unos vinitos por los pasillos. En el libro, y en la época que retrata, tutear equivalía a querer una muerte por pinchazo en las entrañas, y ni un conde estaba excusado de tratar con formalidad, esto es, de “vuesa merced”, incluso al más canalla de entre la plebe.

Y encima del inmenso pastel de guano que es Alatriste, la imperdonable guinda: a Fran Bocanegra, el temible inquisidor jesuita, lo retrata una mujer. Él, que a tantas mujeres había torturado, ejecutado y hecho ejecutar a sus maridos e hijos, él, Bocanegra, se ve despojado de aquello que daba gravedad a sus palabras de muerte e intriga. O vivimos tiempos estúpidamente revanchistas o el director hizo una apuesta con los amigotes en una noche de borrachera, tal que así:

- No hay huevos a que el fraile sea una mujer.
- ¿Que no hay huevos?

Y los hubo. Si a un español le dices que no hay huevos, lo tienes en tus manos. Es tu polichinela. Y así se escribe la Historia del Cine, amigos.



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